Una día como hoy, hace exactamente un mes, paseaba por las calles de París. Era el último día de mis vacaciones. Había llegado un 22 de marzo a la ciudad para emprender un viaje de vida y de búsqueda. Quería estar sola, respirar y caminar sola, perderme y encontrar caminos, quizás sorpresas. El objetivo era, como el de todo viajero, supongo, encontrarse a uno mismo, conocerse mejor, poner a prueba los límites propios, vencer miedos. Yo, incrédula, lograba todo eso poco a poco. Y, cada día, sentía cómo algo en mí crecía, una fuerza mágica que no podía retener, la sentía brotar por mis poros; esta energía máxima cuya fuerza emanaba a diario de mis ojos, de mi corazón, la llamo felicidad.
Creo que nunca había sentido tanta felicidad en mi vida durante días y días seguidos. Ahora mismo siento la nostalgia y en mis ojos se quieren avecinar lágrimas...
Así de clichoso sonará, pero el propósito de mi viaje era hacer mi sueño realidad: visitar el Sur de Francia e ir a Florencia, Italia. Antes de comenzar esta aventura, recuerdo que pensarlo me daba nervios pero me llenaba al mismo tiempo de una especie de levedad, y las sonrisas aparecían en mi boca.
La primera experiencia de felicidad extrema la sentí el segundo día de haber llegado. Fue el primer día en que me encaminé sola por la ciudad. Fue mi primer reto, el GRAN reto, realmente. Me alegré mucho poder vencer mi mayor miedo temprano en mi viaje. Lo demás sería más llevadero, menos difícil.
Mi destino era llegar al Louvre. El camino: ir por el Canal San Martín, visitar la patisserie Du Pain et Des Idées para probar su famoso postre Escargot de frutas y tomar el tren en la Gare de L'Est para llegar al Museo.
Fue allí, debajo de la pirámide de cristal del Louvre que sentí la felicidad más genuina y pura que haya sentido en mucho tiempo. Yo quería saltar y abrazar a alguien... Pero estaba sola y estar sola era parte de mi felicidad también.
Lo bonito y mágico de todo era que ese era solo el principio.
Ahora me encuentro de trás de mi computadora recordando aquél tiempo. Suena tan lejano, tan efímero. Me pregunto si debo revelar más y contar toda mi historia... Siento que es como un secreto muy sagrado que le pertecene solo a mi corazón y a mi memoria y debo retenerlo, ser egoísta.
Cuando regresé a la Isla la gente, naturalmente, me preguntaba que cómo la había pasado, que si me quería quedar allá... Ah, esas preguntas retóricas nunca fallan. "Pues sí, claro, por su puesto...me quería quedar, fui feliz, eternamente, experimenté lo más bello y sublime que haya experimentado en mucho tiempo y hablar sobre ello me da nostalgia y tristeza, me da angustia hablar de algo que tuve y ya no tengo en carne, solo en memoria..." Eso quería decirles y que no me preguntaran más...
Creo que estuve verdaderamente deprimida las primeras dos semanas después de haber llegado a PR, a mi trabajo, a mi rutina. El choque entre las culturas, entre mis sentimientos y paisajes me inundó de pena y preguntas... Era feliz allá y ¿por qué acá no me siento igual? ¿Solo se experimenta la felicidad cuando uno viaja, hace sueños realidad? ¿Si allá era feliz y acá no, cómo puedo ser feliz acá? ¿Por qué se experimenta la felicidad solo en momentos y no todo el tiempo? ¿Es la felicidad un golpe de golpes? En fin, ¿qué es la felicidad y por qué no la puedo tener todos los días? Algunas son preguntas retóricas y se pueden explicar por sí solas. Creo que es obvio que sentirse igual todo el tiempo sería aburrido. Es saludable y humano sentirse triste, enojado, furioso. Nos hace vivos.
Y yo estoy viva y llena de corrientes inexplicables, algunas vacías y otras inquietas porque me encuentro en una nueva búsqueda...
Es claro que hay piezas que faltan y quiero descubrirlas. ¿Otro viaje? ¿Otro trabajo? ¿Otra ruta? Ya veremos.
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