El tren es una estadía ambulatoria que promete historias para recordar. El entrar y salir de los pasajeros trae consigo un nuevo olor, una nueva vestimenta, un nuevo semblante. Casi todos los viajeros van acompañados por el silencio. Eso era lo más que me gustaba de viajar en tren, además de que me hacía sentir tranquila: todos andaban preocupados por sí mismos; nadie te preguntaba ni cuestionaba nada...
(no como aquí en Puerto Rico o como los americanos, que todo lo quieren contar y todo lo quieren saber, todos con voz de micrófono en público. Para mí es una verguenza y una falta de respesto al espacio personal de gente como yo que, entre menos dice, mejor. No entiendo por qué se le antoja a la gente entrevistar a uno en una fila de un banco o en la sala de un doctor).
Bueno, dejando a un lado esta disgresión, continúo...
El que la gente respetara mi espacio en los trenes me permitía observar los alrededores verdes, planos y montañosos que rápidamente escapaban por las ventanas. Me permitía observar a la gente, ver qué libros leían, ver cómo ordenaban café o dulces, ver cómo regañaban a sus hijos, y cruzar miradas con estos sin decir nada.
Tomar un tren siempre me subía la adrenalina. Todo era cuestión de: saber el número de vuelo de tren, llegar a la estación y mirar las pantallas gigantescas que decían los números de las vías de dónde partirían los trenes. Esto era lo más interesante porque ese número de partida siempre aparecía de 10 a 15 minutos antes de que el tren se fuera. Cuando el número o letra de la vía por fin aparecía, todos los pasajeros caminábamos rápido o corríamos hacia nuestro destino. La segunda parte de la adrenalina era estar pendiente al número de vagón y número de asiento correspondiente. Por suerte, nunca tuve problemas. Una vez encontraba mi asiento, me fijaba en todo los movimientos de las personas.
En dos ocasiones, y quisiera recordar las paradas exactas, vi a enamorados despedirse. Allá el amor se expresa abiertamente y eso también me encantaba (no es como acá en Puerto Rico, donde hay tabú y la gente está reprimida o le gusta juzgar a los demás). Yo observaba cómo las parejas se amaban, abrazaban, hablaban y se besaban. En amabas ocasiones era la chica quien partía para un destino. Cuando ya era hora de abordar, ambas chicas (y enfatizo que fue en ocasiones y paradas distintas) se montaban en el tren sin sentarse inmediatamente porque se quedaban mirando por la ventana a sus amados quienes naturalmente les seguían hablando por señas, tirando besos y diciendo "chiamami". El tren comenzaba su camino y los enamorados también. Era, aunque suene ridículo, como en las películas. Para mí era algo nuevo y especial. Era especial poder apreciar a los chicos enamorados correr tras el tren diciendo adiós hasta que la velocidad les ganaba...
Quisiera que aquí hubieran trenes como esos y actitudes con aquéllas. La nostalgia me atrapa e imagino ser yo una de esas chicas.
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